El
Edén
Después
de horas viajando en autobús, el húmedo calor me despertó súbitamente, empapado
en sudor, miré por la ventana y pude apreciar la densa vegetación tropical, el
veteado color café de Oaxaca, cambiaba a una tupida verde fronda continua
característica de Chiapas. Anhelante de llegar a la tierra anegada, léase Tapachula,
harto de las horas de viaje. Un hotel
barato a la vuelta de la terminal camionera fue el preámbulo de una
insospechada experiencia. Una vez hechos los papeleos y entregadas las
constancias de servicio social en la séptima jurisdicción sanitaria. Subí la sierra del Soconusco con dirección a
Nueva Alemania en un camión foráneo de ruidoso motor y suspensión prácticamente
ausente. El día que llegué a la clínica
del Edén y los 2 subsecuentes la consulta fue numerosa, conforme los días
pasaban fue disminuyendo hasta que una media de
10 a 20 pacientes por día era la jornada diaria promedio. Conforme ya no
era la novedad, mi presencia se escurrió por los confines de las zonas de influencia
como una sombra silenciosa.
La clínica de la
secretaria de salud estaba ubicada en la ladera de un cerro, en la cima del
mismo hay una iglesia anexada a una estancia de catequistas. Un párroco
(siempre ausente y de viaje en Los Ángeles o en el Obispado) y un vicario administraban
el feudo católico. Vivian no sin problemas entre las comunidades ya que la
existencia de otros credos cristianos como testigos de Jehová o Pentecosteses
son característicos de la zona. Benedicto, el vicario era originario del puerto
de Veracruz, fue prácticamente cedido por su familia al seminario de los
Legionarios de Cristo desde su infancia, había tenido una novia a escondidas
como único recuerdo y también había tenido en suerte haber asistido durante 2
años al Seminario de Toledo en España. Era alto, gordo, flojo, goloso,
dicharachero, a veces malhumorado, grosero y contestón. Ambos teníamos cuenta
en el mismo tendejón, de donde Benedicto frecuentemente regresaba cargando múltiples
productos de conocida panificadora mexicana. La comunidad tenía a disposición
un viejo jeep para el párroco y el médico, ya que la vieja ambulancia era
realmente un cacharro inoperante. En época de vacunación el recorrido de las comunidades
ejidales, llamadas localmente cantones, me dio un panorama más amplio, además
iba censando cada vivienda que encontraba. Ya era de mi conocimiento la existencia
de un brujo muy mentado por estas tierras llamado Martín. Una de las enfermeras de la clínica me había
contado que Martín era el hijo ilegítimo de un finquero alemán y una sirvienta
chamula (realmente tzotzil). La gente le
tenía miedo y no obstante recurrían a él. En especial unas muchachas que eran
hermanas venían de una comunidad llamada Reforma no muy distante ubicada en el
área de influencia del IMSS coplamar. Dichas hermanas Zamudio lo fueron a buscar
para pedirle un favor, querían tener novio y casarse pronto. Martín había
accedido a sus peticiones, pero a cambio pedía una serie de acciones además de
un pago. Algunas semanas pasaron, las
hermanas Zamudio tenían novios, estaban muy contentas y los días transcurrían
aparentemente sin pesadumbre.
Una tarde calurosa de sábado, al amparo de la sombra de un
frondoso chipilín, nadaba y chapoteaba
en una poza del río Jordán, ramal tributario del río Coatán, en un paisaje de
cascadas escalonadas entre remansos, donde las mujeres lavaban la ropa y se
bañaban al mismo tiempo, rodeadas siempre de críos. Apareció como una sombra
Martín, Martincito, de alguna forma parecía mi propio reflejo. Tras un segundo
de excitación y algo de miedo, se me acercó y cordialmente me extendió la mano. Tras aquel saludo, el instante se escurrió
como en un sueño, nos veíamos frecuentemente, teníamos charlas muy animadas y
en ocasiones discusiones acaloradas, pero siempre en buen talante. Su
conocimiento empírico de las cosas, de las plantas, del ecosistema y la forma
como todo se interrelaciona y se hace explícito, la naturaleza también es
simbólica. Las enfermeras veían con curiosidad esta camaradería, una de ellas
llamada Eloísa decía que Martín era un diabólico, extraño calificativo viniendo
de una testigo de Jehová y le era tan incómodo, que tramitó una Incapacidad que
duró meses, dejándome con una sola enfermera capacitada y otras 2 pasantes en
servicio social. Por aquellos días Benedicto no me hablaba con la misma soltura,
estaba enojado pues el jeep estaba estropeado por las duras jornadas de las
semanas de salud en las comunidades periféricas al centro de salud, así que no
podía transportarse por cuenta propia a oficiar servicios religiosos fuera de
su parroquia. Refunfuñando se iba el
vicario a las comunidades en los autobuses expresos guajoloteros que recorrían
las terracerías hacia los poblados circundantes.
Un día gris, brumosamente nublado la hermana menor de las
hermanas Zamudio, llamada María Margarita presentó lo que el médico del imss
coplamar diagnosticó en su momento como convulsiones epilépticas. Se le
administró valproato, las convulsiones cesaron, se valoró
electroencefalográficamente en Tapachula, sin arrojar ningún diagnóstico
definitivo, aparentemente clínicamente no tenía nada. Sin embargo la situación
de la chica no iba nada bien, un buen día la fue a ver Benedicto a petición de
los padres de la muchacha quienes estaban horrorizados y desesperados. Al
parecer las hermanas Zamudio no habían cumplido las disposiciones de Martín, lo
cual anunciaron a Benedicto, quien no
hizo mucho caso de este hecho y no relacionó los eventos, minimizándolos y
calificándoles irónicamente de supercherías. María Margarita perdía el sentido
con frecuencia, los neurólogos en Tapachula no habían encontrado nada, así que
la refirieron a la interconsulta del servicio Psiquiátrico. Los padres de la
niña reaccionaron negativamente, no podían aceptar o no estaban de acuerdo en
que su preciada hija estuviese mal de sus facultades mentales, ya que siempre
había sido una personita dulce, vibrante, juguetona, imaginativa de múltiples
ocurrencias. Así que recurrieron a la opinión del señor cura, éste
afortunadamente les indicó que llevar a la criatura con la Psiquiatra era una
buena idea. Reacios y a regañadientes. María Margarita fue llevada por sus
padres para la evaluación psiquiátrica. Tras una batería de pruebas proyectivas
y cognitivas, basándose además en los resultados electroencefalográficos, la
psiquiatra concluyó que la nena no tenía el menor problema y que lejos de ello
era muy despierta, capaz e inteligente. Pero cada vez que la niña regresaba al
cantón, los síntomas volvían a presentarse invariablemente. Una tarde soleada
Martín me invitó a su casa, era una chocita pequeña, con un tapanco de palo y
un cobertizo, me dijo que me presentaría a su “aliado”, corrió la tela a manera
de cortina, en el centro del reducido espacio yacía un monolito de tamaño y altura
considerable, más de 2 metros de alto y tal vez un metro y medio de diámetro,
me recordaba una estela de Izapa pero estaba tallado más gráficamente, parecía muy antiguo
incluso prehispánico, e invariablemente tenía un semblante diabólico por
calificarlo de alguna manera. Tenía orejas puntiagudas, los ojos muy abiertos,
sacaba la lengua en una sonrisa sardónica. Los brazos cruzados sobre el pecho,
en vez de pies una especie de garras.
El centro de salud no contaba con cocina, así que el vicario
me permitía guardar mis alimentos en la cocina parroquial, y ahí me encontraba preparándome
la cena cuando el referido Benedicto entró súbitamente, con los ojos
desbordados y la cara desencajada. Venía de la casa de María Margarita, sus
padres le habían mandado llamar desesperados, ya que la niña parecía estar como
poseída, el vicario refería que en primera instancia le daba gracia dicha
concepción, pero al estar frente a la pequeña Margarita, su sonrisa se desdibujó.
La pequeña se convulsionaba, gritaba y maldecía. Hablaba en latín y otras
lenguas que Benedicto no pudo precisar, la supuesta entidad habitando en María
le hizo entender al vicario que conocía todos sus secretos, aun los más íntimos
y/o penosos. Todo este asunto hizo a Benedicto buscar consejo en el obispo de
Tapachula, quien a regañadientes sólo le aconsejó tener criterio y discreción. Dos
días después María Margarita estaba jugando en el beneficio (patio donde se
tiende a secar la cereza del café), se quedó mirando fijamente al cielo, empezó
a convulsionarse violentamente y cayó al suelo. Cuando llegó la mamá a
verificar que le ocurría, la niña ya no respiraba. La llevaron de emergencia a
la clínica coplamar, Lucy la médico en servició verificó que María Margarita ya
no presentaba signos vitales. La tristeza se respiraba en el velorio, jarritos
de café de olla circulaban entre los invitados, los compadres les daban el
pésame a los padres de la niña difunta, los perros pendencieros no dejaban de
ladrar y ladrar. En medio de la sorpresa y el estupor generalizado María Margarita
se incorporó de su blanco y pequeño ataúd. Benedicto no daba crédito a sus
ojos, incluso ya había participado del último sacramento y extremaunción. Pero
más sorprendida estaba María Margarita al percatarse de tan peculiar situación.
Las noticias de tal evento corrieron rápidamente y tuvieron un alcance
inesperado. Me encontré con Lucy en Tapachula un fin de semana que
organizábamos una expedición rápida a San Cristóbal. Aquel lunes regresando al Edén una enfermera
pasante me contó que la niña María Margarita había muerto de nuevo, tal noticia me dejó atónito pues por alguna
razón durante mi breve viaje no había dejado de pensar en el caso.
Con todo este mitote
catatónico las hermanas Zamudio en un reflejo de culpa, divulgaron que el mal
de su querida hermana se le podría achacar a Martín, sin atreverse a confesarse
del todo, ellas alegaron que era un pago por que habían conocido a sus ahora
maridos. Una comitiva de gente iracunda fue a linchar a Martín, pero cuando
llegaron a buscarle no encontraron a nadie. Velaron a María Margarita durante
días y días con la esperanza de que volviese a despertar. Vino un médico
Internista que mandaron buscar hasta Tuxtla y su diagnóstico era el mismo
estaba muerta, clínicamente muerta. El hedor era insoportable, el pequeño
cadáver mostraba ya los miasmas y signos de descomposición, el entierro fue
breve, triste y silencioso. Se hicieron los rezos, se cantaron los pesares, los
días pasaron y el suceso se transfiguró en anécdota tal vez tristemente
destinada al olvido. Martín se despedía,
me deseaba buena suerte, estrechaba mi mano como cuando nos conocimos, desperté
de aquel sueño lucido algo sorprendido.
Esa tarde templada
caminé más allá de los beneficios,
visite la choza de Martín. Una hurraca graznaba sin parar. Parecía como
sí en aquella casucha nadie hubiese vivido en años, tenía curiosidad y me
dirigí al cobertizo, de un tirón vacilante recorrí la tela y el pesado monolito
no estaba más, tampoco la evidencia de haberlo movido de lugar.